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Comienzo

Tardé mucho tiempo en entender la importancia de vivir cerca de un jardín. Mi infancia y juventud tuvieron jardines: el de mi abuela, el nuestro, que mi madre hizo de la nada al frente de la casa en que fuimos a vivir y en la cual estaba todo por hacer todavía. No era algo que me pareciera importante. De hecho, era algo que odiaba cuando me llegó el momento de ser quien debía cortar el pasto. En cualquier caso, el jardín, como otras cosas en la vida, era algo que simplemente ya estaba allí y lo que está allí, pasa desapercibido. Forma parte de la naturalidad. Uno, quizás, da por sentada la existencia de ciertas cosas. Como de personas, o situaciones. La juventud es una de ellas, apenas por poner ejemplo.
Pasaron unos años hasta que llegué a vivir a un departamento que tenía terraza y patio. Pero ambos eran desiertos de baldosas. El patio, en particular, era un baño al aire libre, totalmente blanco. Baldosas blancas de esas que se compran en el easy. En ese momento, quise un jardín. No sé bien por qué. No es que hubiera pensado mucho en eso en los años anteriores. O nada, para ser exacto. Pero en ese momento sí. Supe, quise, un jardín. Lo que había pasado es que tiempo atrás, poco, había escrito un cuento breve que había, a su vez, sido fruto de un sueño. No tengo muchos sueños que sean capaces de parir relatos. Pero en ese caso, desperté con el cuento casi completamente escrito. Es excesivamente sencillo. El relato de un hombre que es jardinero y que al preparar sus herramientas de trabajo comprende que había pasado por mil vidas, en ese devenir de las almas y la reencarnación; y que en ese momento comprendía que ser jardinero era lo único de todo eso que había sido, que lo hacía sentir realmente feliz. Muy sencillo, reitero.
Entonces quise un jardín y así, mandé romper un rectángulo en el patio, junto a la pared que daba al pasillo. El albañil rompió baldosas, contrapiso, otro piso de baldosas que apareció como un resto arqueológico y otro contrapiso. Y finalmente llegamos a la tierra. Y tuve mi jardín.
Para entonces, mi vida ya no era igual a lo que había sido antes. Ya tenía un hijo y había perdido el trabajo. Pero el jardín estaba allí y en él planté todo lo que pude. Creció una planta grande como un árbol y mi madre me regaló un jazmín paraguayo, que también prosperó. Y a mi me gustaba sentarme a mirarlo. Por la noche encendía unos farolitos a vela que le había colgado de las ramas cada vez más frondosas de los que crecía allí y me daba mucha paz quedarme en la oscuridad, sólo mirando mi jardín.
Pienso que si no hubiera escrito ese cuento, quizás nunca se me hubiera ocurrido hacer un jardín. Debe ser ése el poder real de la literatura: impulsarnos a ver lo que está escrito hecho realidad o ver realizada la idea que subyace detrás de lo que está escrito. 
Ahora nuevamente, no tengo jardín, lo que prueba que la vida es un círculo. Si lo tuviera, quizás no estaría escribiendo esto.
MP

La fotografía pertenece a @gonzalitolacinta

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