Tomás tenía once años. Era flaco y morocho, con el pelo negro y los ojos grandes. Eso dicen. Cuando avisaron por la radio de la sudestada salió corriendo hacia la playa. Las precauciones de los mayores sobre la sudestada no le importaban. Pocas cosas, en realidad, le importaban. Tomás era ensimismado. Verdad. Pero no tanto como para hacer pensar que algo anduviera mal en su cabeza. En el colegio no le iba mal. Tampoco bien. Dibujaba mucho en los espacios libres del cuaderno. Ya hacía unos años –dos años- la maestra llamó a su mamá y le habló sobre los dibujos. Siempre dibujaba lo mismo: un chico con alas. No un ángel, como pensó la madre. Dijo: “dibuja ángeles”. Y la maestra le hizo notar que los ángeles no usan zapatillas ni pantalones vaqueros. “Y qué es, entonces” La maestra, que se llamaba señorita Lucrecia, le acercó el cuaderno de Tomás para que mirara bien. Ella bizqueó y después la miró sin entender. “Es él”, dijo la señorita Lucrecia. “Se dibuja él mismo
Raramente somos ajenos a lo que ocurre a nuestro alrededor. Todo, de una manera u otra, influye en nuestro ánimo. Aún aquellos que no somos capaces de formular pensamientos profundos o complejos, filosóficamente hablando, comprendemos by skin , que las cosas nos tironean de un lado u otro. Sentarse a escribir, escuchar música en un colectivo, aislado del resto por los auriculares; leer un libros, habitar las redes sociales. Todo eso nos ayuda a distanciarnos de lo real, puesto que lo real suele ser furioso. Hay quienes subliman esto, al contrario, sumergiéndose en otros. Se protegen en lo grupal. En ambos casos, son defensas necesarias porque es tan dañino un problema como la ausencia de un problema. La nada es tan dura como el todo. Eso MP